¿Por qué aspectos? Pues
para así poder encuadrar mejor nuestros esfuerzos interpretativos en torno a la
melodía, preñada de contingencia, que el término aspecto etimológicamente sugiere. Abordamos el asunto conscientes
de nuestra mirada sencilla, que si bien permanece cargada de perspectiva y
provisionalidad, no por ello ve comprometida la realidad a la que aspira en
absoluto. Nuestra pretensión nace del respeto a esa cara cercanía responsable
de toda obra escultórica que se precie, al escenificar su vocación esencial de
arte creador de con-tacto. Al cuidado
de esta manutención, fraternal en último grado, se trata de articular la
escultural escala, que en nuestro
caso parece habitar en ese espacio donde habita la palabra en su encuentro con
el lector1. Escala que, de adquirir plena carta de naturaleza, nos revelaría no
solo el sentido de un orden, sino también el orden sentido. Al hilo de esta
escala, huelga decir que, para escándalo de geómetras, esta no deja reducirse a
simple medida ni a mera regla de tres, so pena de asfixiar los términos de una
relación que en escultura no es aritmética, sino vivificante.
Cierto
es que sin la pretendida escala, contemplados aisladamente y de manera distante
estos aspectos pueden resultar eclécticos o cuanto menos abandonados a su
suerte. A modo de justificación, téngase en cuenta que nada más lejos de
nuestra intención el cumplir a rajatabla los preceptos de aquella sólida
“historiografía”, artística en este caso, basada en el modelo rectilíneo o
progresivo de un desarrollo puramente morfológico que aboca este arte a una
suerte de objeto, escultórico si se
quiere, pero objeto al fin y al cabo. Desde esta perspectiva o cara visible
cerrada por sus vértices, creemos que se pierde la cruz que la complementa,
completándola al fin. Es precisamente de la fuga angular de estos vértices de
donde partimos, ajenos por tanto al resplandor colorido de las variaciones
materiales y técnicas en que tanto abundan las bienintencionadas “historias breves de escultura”.
Existe
una dinámica interna de la escultura como elemento profundamente cultural, que
no deja acorralarse por completo por las leyes de la causalidad, como tampoco agotarse
por las de la casualidad. Pues en materia artística, ni la diosa Fortuna, ni la
Providencia poseen la última palabra. La escultura, estrictamente hablando, no
progresa (¿hacia dónde?), no
evoluciona –que no quiere decir que esté desprovista de un destino–, sino que
más bien revoluciona esa eterna
circulación humana en torno al misterio de la luz que vemos coagulada en el canto.
La cuestión escultórica, por decirlo en pocas palabras, es una constante
revolución heliocéntrica. Siendo su
principal misión la de salir victoriosa en la batalla encarnada contra la
gravedad, haciéndonos a nosotros livianos, no solo al espacio, también al
tiempo.
Esta idea es la que ha venido informando la trama
de este pequeño texto, en virtud de su orientación escultórico-vertical, por
oposición polar a aquella otra, la histórico-horizontal. Gracias a esta
perspectiva ascendente podemos hablar de nuevo de una escala donde cada
aspecto-peldaño se encuentra, en potencia, a la misma distancia de destino. Nos
gustaría dejar así naturalmente dibujados los contornos de una especie
simbólica que creemos de entre todas la más luminosa y orientadora –además de
escultórica–, como es la de la constelación
estelar. Constelación al son de cuya danza, circular y equilibradora,
gravitacional, es responsable del tratamiento de estos aspectos concretos en
detrimento de otros muchos posibles2.
Bajo tales premisas, somos conscientes de
dar solo un primer impulso, el inicial, que de ser insuficiente, es cuanto
menos valioso para una posterior empresa de todo aquel que se sienta atraído
bajo el influjo de su estela. Vereda que no admite de alforjas, es
cierto, que es como decir al margen de todo sistema…¿no nos recuerda el maestro
eso de "el sistema para el carpintero”?; y estamos de acuerdo, mas no para
el creador, puntualizaríamos, sea o no carpintero.
Por todo lo dicho no será baladí el identificarse, libremente y cada cual a su
medida con el contorno estelar que aquí se esboza –desde su propia atalaya, al
través de la noche del alma–, y que con suerte demos todos por realizada la
unión de cada punto de luz, por así decir, en función no solo de la luminosidad
o la sola fosforescencia de su aparecer, mas interiormente, en ese campo
cordial e imaginativo del lector. Fíjese cómo estos puntos, al igual que ocurre
con aquellos procedentes del reino celeste, se acompasan en signo, reconocible
e interpretable poéticamente, a partir de las variaciones de intensidad que se
desprenden de su forma armónica total y de conjunto, independientemente de su
“lejanía” respecto a nosotros a través del espacio-tiempo.
Existe, no obstante, una resistencia al tratar
de analizar la escultura, resistencia inherente a ella misma. Nos conformamos
pese a todo con poder recorrer nuestro propio camino epistémico, ya que, la
escultura, es camino que se hace al andar... o mejor aún, ¡al danzar!
Fantasmata
La escultura es
según aparece, según nos aparece. No obstante, para no quedarnos atrapados en
una red fenomenológica demasiado estrecha o a la letra, habremos de tomar esta
apariencia en sentido amplio, marcando la distancia debida con el parecido.
Entre el parecido
y el aparecer media una larga distancia.
Sin ir
más lejos, Don Quijote, padeciendo la sin razón de lo primero, tenía razón
sobre lo segundo... puesto que una cosa
es el encanto y otra distinta el encantamiento. A la escultura le pasa lo mismo
que a nuestro Hidalgo: su motor es el amor al encanto, y su eterna lucha, la
lucha contra el encantamiento. Por estos caminos –tomados a veces también por
corazonada de caballo o rucio– la apariencia escultórica nos revela la relación
existente entre interioridad y exterioridad, entre subjetividad y objetividad.
Como si de una membrana se tratara, la apariencia da sentido conectivo a los
términos de una relación que trastoca el objeto en objeto amado, revelando la
naturaleza de su orden creativo, esto es, en lo relativo a la vida de lo humano
y lo cósmico. Bajo este orden, expuesto a la luz gracias a la escultura
creativa, no es posible ya la yuxtaposición de estas dos dimensiones
esenciales, la humana por un lado y la cósmica por otro. En esta suerte de
unión queda prefigurado el abrazo maternal, matérico, de la escultura.
Escultura como fundición del ser a partir del abrazo material de la obra.
Al calor de este abrazo se hace más que oportuna en todo momento la
deconstrucción de toda torre de marfil que pretenda confinar a la escultura, ya
sea en elevados aposentos de Bellas Artes –con mayúscula– o en profundos
sótanos museísticos e institucionales. No debemos olvidar que con la escultura
en el fondo estamos lidiando no solo con esa "bella práctica"
encargada de la conversión de la materia muerta, la incomunicada, en cuerpo
cultural compartido, sino que es además el fiel reflejo de nuestra misma
condición humana: seres a medio camino entre la ousia –sustancia, ser– y
la parousia –advenimiento o no ser aún del todo–. Es en esta distensión,
plenamente relativa, vivificante, donde danza el cuerpo de la obra
escultórica.
Fue así como llego hasta nuestros oídos
cierta definición relacionada con el arte coreográfico, definición que a
nuestro juicio trae reminiscencias altamente sugestivas en torno al tema que
venimos desarrollando. Cierto día, un bailarín nos dijo que su arte no era más
que hacer de la tensión, relajación y de la relajación, tensión... ¡oh magna
alquimia! Este encuentro anecdótico que revela una fraternidad callada entre la
danza y la escultura nos ha impelido a no permanecer ajenos a otro de los
conceptos derivados de este arte en concreto. Al parecer una fecundación mutua
es posible entre estos dos campos, complicidad debatida al calor de la gravedad
del movimiento.
En su libro Ninfas, el filósofo italiano Giorgio Agamben nos habla del fantasmata, concepto procedente a su vez
de Domenico di Piacenza, tratadista famoso por sus dotes magistrales como
coreógrafo allá por el siglo XV. A tener del significado atribuido por el
autor, este término revela otro lazo de fraternidad callada y misteriosa entre
dos caras artísticas de una misma moneda, ambas hermanadas al misterio del tiempo. Pese a su origen probablemente
helénico, cuyas profundas asociaciones con el no menor arte de la memoria le
dota de múltiples e interesantes conexiones en lo que respecta al potencial
universo imaginativo de nuestro tema, nos centraremos no obstante en sus connotaciones
puramente coreográficas.
Según Domenico, el fantasmata vendría a ser la cualidad que ha de poseer todo bailarín
a fin de llevar a consecución plena su obra coreográfica. El bailarín,
embriagado de este fantasmata, es
capaz de transitar todas las posiciones que han de suceder de ahora en adelante
en su obra, como si estuviera en una disposición psíquica especial allende al
tiempo cronológico. Por ello este fantasmata parece validar una visión de tipo
temporal pleno o profético, ya que otorga al bailarín de la capacidad de previsión. En aparente estatismo, este
parpadeo o momento fugacísimo de debate existencial, como instante creacional
decisivo, dona al bailarín de toda la carga creativa potencial latente en su
obra. Carga que repetimos, se nos aparece como pausa inmóvil... mirada de Medusa, así alude el tratadista, de
manera tremendamente reveladora, a este momento del fantasmata: especie encarnada de petrificación. No faltan razones para aplicar esta misma cualidad
poético-temporal plena al mundo campante de la escultura, al menos de aquella
que tenga en su fondo la potestad y vocación del sueño humano presente y
porvenir. ¿No se parece esta "pausa" al equilibrio escultural igual a
cero, necesariamente vertical, que a su vez es responsable de la gracia de la
comparación, al ser como el fiel mediador de una balanza que aúna las partes
con el todo poético? Desde nuestra perspectiva escultórica, el fantasmata nos asiste reveladoramente.
No solo parece hablar un lenguaje compartido de un misterio profundo, sino que
además en este fantasmata reconocemos
el medio por el cual nos vemos salvados de la inercia intelectual que hace
abocar a la escultura en abandono formal estático, abandono incólumne o
insensible al dinamismo del tiempo, de un tiempo vital. Una potencialidad al
que está predestinada la escultura como elemento constitutivamente cultural. Al
menos se trata este de un campo de significación, favorecido por el fantasmata, que hace las veces de
brújula orientadora de libertad3. ¿Podría este instante creacional
asemejarse por analogía a ese "tiempo" posibilitador del carácter
pendular del ejercicio de la expiración-inspiración, elemento mediador donde se
da la articulación o balanceo de la dimensión respiratoria o de vida del
espíritu? Especie de pausa que conecta ambos tiempos y que, en
rigor, no está compuesta por ninguno de ellos. Sea como fuere, este concuerda
con el primer punto de nuestra constelación estelar: la escultura como mediación entre dos reinos, el móvil y el inmóvil.
En este sentido, no andaba del todo
desencaminado el escultor Jorge Oteiza –sensible siempre a este tipo de
sutilidades escultóricas–, al atribuir al círculo-crómlech su carácter
escultórico originario. Como en tantas ocasiones, su ojo clínico-místico
reconoce en la piedra vertical el vacío celeste por ella señalado. Es cierto
que son numerosas las referencias de carácter uranio o celeste que podemos
encontrar en este circulo escultural, sin embargo queda pendiente por confirmar
si esa disposición rocosa, disposición que vemos hoy, no se trata en realidad de la petrificación resultante de una
danza primigenia creadora y festiva, “anterior” a esta y fruto del carácter
creativo de un fantasmata artístico y
cultural. Como resultado de una mirada anquilosada en huella o rastro pétreo
debido a la ausencia de una cercanía simbólica, al igual que las simas y los
valles que componen el paisaje de peregrinación del escultor navarro son la
estatua visible de un cauce escultural acuoso previo, responsable en último
término de su forma pétrea actual. Dejaremos esto al tacto del corazón de cada
uno.
Estela funeraria
Las grandes empresas concernientes a la
meditación de la obra escultórica han surgido siempre a la luz de un tránsito.
Sin apenas distinción de época o de área geográfica, la escultura ha cobrado el
papel preeminente para sus correligionarios en forma materializada de estela
funeraria, brindando al hombre de a pie lo que simbólica y culturalmente podría
considerarse el puente deseado de supervivencia a la aniquilación secular,
dejando así consolidado su contenido y sustancia existencial en relación a una
suerte de meditación sobre la muerte, similar a cómo Platón resumía el motivo
originario de su filosofar. En este sentido, la obra escultórica comunitaria
compartía privilegios culturales solo comparables a los del icono religioso y
político, incluido aquellas culturas que gozaron de una iconoclasia más o menos
pronunciada4. Los campos, de esta manera, quedaban transfigurados encamposantos, al perfilarse la unión
de estas presencias estelares en compañía del cuerpo difunto. Por esta razón
los mausoleos, mucho antes que los museos, fueron los agentes encargados de
llevar a buen puerto las necesidades contemplativas del pueblo en su conjunto.
Una muestra prototípica de este deseo materializado o escultural lo podemos
encontrar al alborear de la cultura mediterránea cuando, recurriendo a los
materiales más pesados, y por ende más valiosos, estos eran sacrificados por
motivos puramente culturales, por encima de los económicos.
Símbolo este
último de una querencia de conciencia incardinada en luz que hacía por mantener
alejadas las garras de lo tenebroso, en virtud de lo cual estos materiales eran
pulidos con laborioso esfuerzo hasta el punto de la reflexión.
Estos lugares, destinados a la realización
del Gran Trayecto, hacían participe al difunto del calor de la apariencia
cívica eternizada, preparándolo íntegramente para este viaje en dirección a una
vida esencial después de la vida. Como promontorio material del viaje del espíritu,
era imprescindible hacer de la piedra una alada y vertical, teantropomórfica, capaz de ser
receptáculo de un vacío, ya como pesar por la muerte de un ser amado o la
añoranza de un ideal ansiado. Como decíamos, esta especie de pedestal o altar
de comunicación con lo divino, siempre estuvo reservado al cumplimiento de
motivos celestes o ultraterrenos de la comunidad5. Su materializada
verticalidad, incrustando la escala escultural y humana como en el cielo, mas sostenida sobre la tierra, proporcionaba la
visión esencial de destino desde el primero hasta el último de los congregados
al acto litúrgico, que quiere decir del pueblo en su conjunto. Quizá sería
interesante para otro momento abordar la cuestión de la supuesta ruptura
moderna del pedestal, de una vez por todas secularizado, como elemento
depositario de una suerte de eje axial o rotativo de un nuevo tiempo escultural
y creativo. Corroborado con el hombre que camina rodiniano –Homme qui march– como ser saliente al
fin de la columna estática o situación de pedestal, libre de templo o base de
raíz arquitectónica. Vemos arquetípicamente en este hombre de naturaleza
peregrina al ser superador de los límites de la tierra y el cielo, es decir, de
los límites del espacio y del tiempo, al atravesar los campos, campos que dejan
de ser empedrados para convertirse en estelares.
Una marcha que en nuestra lengua, y viene al caso, nos trae una dimensión o
significación polisémica, pues marchar se dice tanto del hombre que vive, o
comienza a vivir, independiente y libre en esa su gesta contra la gravedad, y a
la vez se dice del hombre que marcha, que se va necesariamente, dirección al
límite de distensión existencial cuyo destino o polo postrero reposa la idea y
símbolo inevitable de la muerte. Es en esta balanza entre el ser y el no ser
donde constituye la escultura su morada poética al (a)parecer. Orden de
significados que brinda a la escultura
la mediación de ambos reinos, el visible y el invisible.
Verbo inscrito o sabiduría encarnada en piedra
A modo de
colofón, una reflexión al paso de una de las esculturas que disfruta del tipo
de sabiduría henchida de universalidad. Hablamos del "conócete a ti
mismo", inscripción tradicionalmente adscrita al pórtico de entrada del
tempo de Apolo en Delfos. Se trata de un resto superviviente que ha venido
colmando filosófica y psicológicamente el devenir cultural de toda una región
del orbe, y que como ejemplo puede valor por muchos otros de índole similar,
compañeros a su vez de esta clase de sabiduría tallada o impresa en piedra.
No exageramos si decimos que esta inscripción lleva sobre sus hombros el drama que
existe entre los polos del conocimiento más puramente griego: el físico y el
místico, estando el nuestro compuesto primordialmente por el segundo de ellos6.
Pero más que trazar las líneas de este contraste entre la cara
físico-geométrica u objetiva y la poética-oracular o subjetiva, que supera con
creces nuestros límites con este escrito, vamos a fijarnos en la humilde escultura
como tal y en la posible especulación sobre la naturaleza de su origen, origen
al que no tendremos otra forma a la que apuntar si no es con la facultad
imaginativa. Para ello, pensemos por un momento el medio que ha elegido para
eternizarse culturalmente. Al margen del significado concreto que podamos
atribuir al pórtico donde se encuentra, que acentúa más si cabe la
contraposición esencial antes citada, llamaremos la atención solo sobre una
serie de cuestiones que nos asaltan sin solución aparente: ¿podría haber otra
forma de darse al mundo, de ser sacrificada anónimamente, si no fuera en la
forma en que se dio, esto es, como escultura? ¿quién de los hombres, entre
aquellos que pueblan, hayan poblado o lleguen a poblar esta tierra podría
atribuirse la autoría de una sentencia con semejantes implicaciones
sapienciales para con el otro? A nuestro juicio, ni el mayor de los
filósofos y ni siquiera el mismo Dios por boca de los oráculos podría
proferirla sin incurrir a engaño, si no con ese otro, al menos consigo mismo.
Consecuentemente la tradición hace descender la frase de caelo, del
cielo, es decir, no de boca de alguien en particular. He aquí el centro de la
cuestión, la voz tuvo que depositarse en piedra –¡en el canto!– para que nadie la pudiera decir, y así,
precisamente, poder oírla todos en la
verdad, sin distinción, cristalizada en sabiduría perenne. Dicho de manera más
concisa, al no haber sabiduría creadora que no venga de manos de la verdad,
esta se ha de encarnar en mediación escultórica. Somos conscientes que
no carece esta afirmación de trascendencias en sus implicaciones, pero lo
decimos creyendo cada una de las palabras. Llegados a este punto el escultor no
debería verse desalentado, más bien al contrario, ya que lo dicho no hace sino
añadir dignidad a la tarea escultórica. Tarea cuyo propósito fundamental es permanecer
atento a esa voz en todo momento. Y cuando, poseído por el canto, el escultor logre
convertir la materia muerta en verbo poético, creador, verá cumplida esa su verdadera
vocación, que no ha dejado de ser nunca la de blandir el material más noble de
todos: el corazón humano.
Daniel del Río,
Noviembre de 2021
–
NOTAS
Lejos queda de ser
original la apelación como lector al referirnos al observador dentro del
campo del arte escultural, así eran llamados ya en las antiguas imaginerías
en bajorrelieve de la Edad Media, pensamos que buscando con ello aludir al
sentido sutil necesario para aprehender el significado oculto
–entrelíneas– que se haya bajo toda forma o apariencia superficial. Un más
allá de la mirada insípida, una visión convertida en tacto. De
igual forma pasa con la lectura, cuando uno lee y comprende lo que lee,
habla con su escultura.
Nos resuena una frase, que nos llega como “caída del cielo”, procedente del Zaratustra de Nietzsche: “Hay que tener
el caos en uno mismo para dar nacimiento a una estrella que dance”, el pretexto es distinto, aún así creemos que merece la pena prestarle oídos, a la luz de lo dicho y lo
que ha de venir a continuación.
Al hilo de esta “faena
de lo inmóvil”, no acusa falta de significación el comentario que el
escultor Jorge Oteiza hace al hilo de una estampa del torero Manuel
Rodríguez “Manolete”, representante de esa otra danza sacrificial
dramática española, que pasamos a transcribir aquí para que el lector
saque sus propias conclusiones: “Cuando Manuel Rodríguez compone el momento
que puede quedar inmóvil, es cuando todo alrededor de él cristaliza para
siempre. Mientras termina de cumplirse, rectilíneamente, todo el pedazo o
el instante de esa perduración inmóvil, es cuando mira al público, como si
él mismo ya no hiciera falta, ya no estuviera. Espiritualmente, esa
actitud personal en el momento crítico y central es como la conciencia de
que ese instante, vencedor, ya está fuera de la Muerte.”
Quizá no sea hasta
Cristo que este devino en sepulcro vacío o resucitado; es decir, de la
materialización o encarnación, al “ya no está” o devenir evangélico.
Digno de señalar es que
las esculturas destinadas al juego rara vez hayan poseído –tampoco hoy–
pedestal. Este dejarse atrapar para motivos terrenales y lúdicos puede ser
una antesala de la “democratización” de la escultura de corte moderno.
Dialéctica
encarnada entre esta y aquella otra inscripción de raíz platónico-académica que
prohibía o coartaba el paso a todo aquel que no aceptara de una manera u otra
la visión geométrica de la realidad. La configuración que planea en la
posterior diferenciación entre res cogitans y res extensa estaba
de alguna manera ya servida. Mientras una mentaba al iniciado a medir la
anchura y la altura objetiva de la realidad, a base de “palmos” y “codos”, la
otra invitaba a profundizar en torno a ella a partir del corazón de un sujeto.