Obituario a un pintor
— 2019.
Y allí donde está
el sepulcro, allí está el nido, allí está la cuna.
Miguel de Unamuno
El hombre es enigma para el hombre, y con él
su vida cultural o comunitaria. Prueba de ello es su incansable voluntad de descifrar
aquellos destellos culturales que le rodean y le inciden de manera más íntima,
reflejos de una poética que lejos de marchitarse con el paso del tiempo, como
ocurre con ciertas flores transitorias, maduran y crecen a medida que su aroma
entra en resonancia fraternal con otros seres, sean de la época que sean y
pertenezcan al trozo de tierra al que pertenezcan. Es en esta clase de inercias
en la que nos vimos envueltos el pasado día 4 de Octubre, al ser partícipes
para nuestra fortuna de una recreación cultural de primer orden. Concretamente
la que figura históricamente como la primera performance pública
orquestada por poetas de esta provincia, allá por el año 1952. Unos poetas
adscritos al grupo de tertulias literarias Vino y Pan, cuyos pioneros
trabajos han pasado a convertirse en el centro de una nueva exposición sita en
la Biblioteca Pública de Guadalajara.
A raíz de un prolongado trabajo
de arqueología documental y encuentros cara a cara con algunos de sus
protagonistas, la poeta y organizadora Mamen Solanas nos brinda una renovada visión
artística y cultural a los que aquí vivimos; y no solo a nosotros –por qué no
decirlo–, pues no sería de extrañar que su eco sobrepasara nuestras líneas
fronterizas –¡tan monolíticas a veces…!–; por todo ello, nuestro agradecimiento
no puede ser mayor. Pues bien, teniendo esto presente, y pese a los infinitos aspectos que
hoy salen a la luz con motivo de la exposición, se ha impuesto en quien escribe
dirigir unas palabras especialmente a la obra que abre el ciclo de actividades. Obra que bajo mi punto de vista actúa como eje axial y portal de entrada a un fondo poético mucho más profundo que el exclusivamente
expositivo.
La acción en
cuestión partía de una idea clara: oficiar el entierro en procesión del pintor
Diego de Velázquez. Como ajustadamente marcaba el anuncio, asistíamos a la re-creación de esta gesta “performática”.
Lo que ya en 1952 se consignó a la historia artística, hoy desciende de nuevo,
como obra viva. Para aquellos que supieron recibirla con mirada inocente, lejos
quedó una dramatización de corte documental: la segunda llamada pública a
la obra resultó ser igual en dignidad a la primera.
Porque quede claro, si llegado el caso,
la performance, esto es, la obra
obrándose, acabara en repetición o en una suerte de “retorno de lo mismo”,
estaría muerta antes de doblar la primera esquina. Y la pretensión aquí, como
inmediatamente veremos, es bien otra.
En efecto, quedó
explicito el entierro de razón artística,
transformándose el suceso inerte en vida, convergiendo en símbolo creativo
que, por definición, carece de toda muerte. Más allá de lo puramente anecdótico,
fuimos testigos de una transformación (to
perform) simbólica de un cuerpo cultural, superponiéndonos a la conmemoración material de un cadáver cualquiera. Fue una realización llevada a cabo a partir únicamente
de un trasfondo poético, ahondando, en última instancia, en el acto compartido
o tacto performático. Es probable
que estos poetas ansiaran solo llevar a término una enquistada cerrazón
cultural y académica patente en la época que les tocó vivir. Esta visión política
les permitió materializar un deseo creativo inconsciente a través de la
metáfora. El hecho en sí, que no deja de tener su importancia relativa, no es
sino la capa superficial que esconde un polo simbólico mucho más profundo. La
anecdótica frustración de unos cuantos, que repetimos, no deja de tener su
razón de peso político y de convivencia, no refleja sino la cara más
netamente concreta e individual de un instrumento creativo que los subsiste y los
trasciende en comunidad; cara consciente de una cruz simbólica que da en su realización
plena el verdadero sentido armónico a todo un continuo humano común.
Con este enterramiento en clave creativa,
creacional o artística, se marca una vía que se diferencia cualitativamente del
habitual conato de in-mortalidad privada o individual inherente al
común entierro. Dicho de una vez: el arte no está entre nosotros para
curar la muerte particular, sino para salvar la vida en su conjunto. La distancia
o diferencia de grado entre ambas es poco menos que insalvable. Por esta razón
convenimos en considerar la susodicha acción como el descenso del personaje –el
cadáver1– con objeto de que su obra –el cuerpo– se convierta en ese
núcleo capaz de transformación poética o renacimiento cultural.
Me permitiré compartir esta otra reflexión: ¿no es cierto que actualmente, más que en ningún otro momento
de la historia me atrevería a decir, nos estamos viendo envueltos en el excesivo encumbramiento del supuesto “individuo creador”, en algunos casos hasta el mismo enrarecimiento y la nausea?… si se esta de acuerdo
en este punto, ¿cuándo llegará tiene que llegar momento de tomar cartas en el asunto
y sanar la falta de luz creadora natural que necesita el árbol, y así impedir que se pudran los frutos
verdaderamente artísticos, alimento que demandamos como colectividad más allá del caprichoso y
pasajero rugir de tripas? Estamos viviendo una tragedia viendo cómo esta luz es suplantada en virtud
de una luminosidad –mas no luz en el
fondo– nacida del millar de ojos mediáticos,
al modo en como las farolas impiden ver los rayos procedentes de otros soles…
¿hasta cuando será posible alargar esta ingesta sin sufrir la peor indigestión de
todas? O dicho de otro modo, ¿acaso no valdría la pena olvidar a todos los artistas, con nombre propio, si con ello recordáramos colectivamente
una sola de sus obras?, creo que aquí, en el fondo, existe unanimidad… por
ello, ¿sería tan descabellado pensar que esta fuera la razón inconsciente –tan
saludable como esperada– que nos condujo anónima y humildemente a la
realización de esta obra, siendo este su motivo, de entre todos los demás, el más
originario?
Pues bien, concebida
la recreación, su mensaje debe imperar hoy como lo pudiera hacer hace 100 años
–que de esto último, por otro lado, nadie sabe nada. No nos referimos a su “explicación”,
como si hubiera un más allá de ella, o una suerte de mecanismo de ampliación en
forma de discurso al que pudieran llegar solo unos cuantos. De ser así, la
recreación no vendría del tacto que señalábamos antes, antes de la manifestación
justa de un ensayo, de una conversación o una conferencia, que en nuestra
opinión suele traducirse habitualmente, excepto en casos muy contados, en un
circulo hermenéutico vicioso sin fin. Écfrasis, que recordemos, solo es
aplicable a objetos inanimados2.
Con esto del mensaje se procura, si se quiere, la humana transmisión encarnada de
lleno en la obra, re-presentada como ausencia de ulteriores despliegues lógicos,
es decir, como enigma, como invitación a habitar su silencio más
característico. A las Musas se las reconoce también por su regocijo en lo
enigmático, según nos cuenta la mitología helena. Teniendo esto en mente, diría
que con este entierro artístico estamos rozando el sentido profundamente
engarzado en ese silencio que reside en el corazón de toda obra cultural.
En este entierro en procesión o viaje andante en
dirección a la tierra –tierra como lugar o tropospoético en el cual reposa embrionariamente el enigma mayor, el creativo– es
donde velamos de manera concreta la eterna personificación de Velázquez, gran
cifrador español. Al hilo de esta conjunción de sentidos, es imposible no
reconocer la enorme trascendencia que personifica este pintor en lo concerniente
a la producción de enigmas pictórico-poéticos dentro del meollo cultural de
España. Es de sobra conocida su abanderada posición artística, motor de un
cambio notable en el espíritu, caracterizado por un salto cualitativo en la
consideración del creador, esto es, del hombre en pos de su libertad más propia.
No sería del todo improductivo, en efecto, preguntarnos si bajo la prefiguración
individual de Velázquez –que, recordemos, venimos a enterrar– nos encontramos
con una poética personificación de un cambio cultural genuino, trascendente y
colectivo, cuyo reconocimiento a simple vista dista de ser insignificante. Lejos
de exponer todas las ramificaciones y símbolos que conviven en este entramado, nos
vemos forzados a adecuarnos a un medio discursivo ajeno a la naturaleza vital
del tema tratado; aún así nuestra intención después de todo es nada más que la
de celebrar esta bella convergencia de sentido –siempre entrevelado–, cuyos
elementos fundamentales, como de sorpresa, nos han traído hasta la
materialización de este acto poético.
Digámoslo una vez
más: lo que velamos aquí no es el personaje, sino la obra, el misterio artístico.
Velázquez es artista para nuestro caso sin nombre, artista-mártir o semilla, que
inmola su cultural figura para desvelamiento del enigma creativo, gracias a un
renacimiento o nacimiento poético, único modo de que esto pueda darse en toda
su plenitud. ¿Cabría mejor forma de escuchar los surcos de la cultura en el
hombre si no es en forma de enigmas, que, enterrados en el núcleo de
nuestra historia, asoman como invitaciones a un corazón que los descifre?... cifrado
que, como se dijo, no se explica, se procura descifrar y nada más. Porque
aquello del “progreso” en la cultura o el arte, de haberlo, no será ni hacia
delante, ni hacia atrás, tampoco circular, ni siquiera en forma de espiral… más
bien hacia arriba, como esculturas verticales hechas de libertad. Diríamos progreso
a la constante transformación en pos de la libertad real en el hombre. Y esto
es lo que me gustaría celebrar hoy, a través de esta conmemoración.
En aquellos días
de 1952, el ataúd-enigma fue llevado a hombros por un grupo de pobres-poetas vestidos
con sacos –vestimenta que los delataba social y religiosamente–; y dentro de
ese arca cerrado con enigmático sello, el cuerpo poético yaciente de Velázquez3…
Todo parecía destinado a cumplirse, habiendo culminado los poetas su
peregrinación, estos intentaron presentar el cuerpo invisible ante el alto
mando de la institución-iglesia que reinaba en lo religioso por esos momentos
Guadalajara… tentativa de suyo natural, pues era este el enclave cultural que
por los siglos contuvo retenida la tarea de enterrar a los muertos para la vida
sin tiempo. No tardando, estos recibieron la negativa a oficiar el entierro. Aquel hombre, al igual que ocurrió con el
fundador de su orden, no reconoció al verbo creador cuando se apareció ante él.
Ninguna culpa tuvo ese hombre en concreto, claro está, pues sin quererlo era palanca
diligente, obediente muchas veces de un engranaje automático consolidado de
dogmas. Sea como fuere, se vio negado el enigma por cuarta vez.
Pero al fin, estos
poetas, instrumentos de realidad creativa, mensajeros de la intuición del
viento, tradujeron a lengua de todos, lengua histórica y verbal, este hecho ininteligible.
En su obrar tradujeron la trascendencia artística: el renacimiento o nuevo
nacimiento. Nacimiento este que trastoca la muerte, pues en el corazón del
poeta pesa el nacimiento solo… ya que de la muerte, no se sabe nada, pero del
nacimiento la nada se sabe, se saborea.
Hoy, nos conformamos
con poder desbrozar el símbolo para tratar de alimentarnos de ese diamante en
bruto, con el deseo de no quedarnos con la superficie de lo ocurrido, con lo
periodístico del acontecimiento.
Justamente, el día
anterior a mi participación en este acto, encuentro entre mis papeles, a modo
de oscura invitación, un inmortal poema de León Felipe, escrito que él mismo
hace figurar “al pie” del cuadro Niño de Vallecas de Velázquez. Debido a sus
reminiscencias maravillosas con lo antedicho, lo paso a transcribir por entero aquí:
De aquí no se va nadie.
Mientras esta cabeza rota exista,
de aquí no se va nadie. Nadie.
Ni el místico ni el suicida.
Antes hay que deshacer este entuerto,
antes hay que resolver este enigma.
Y hay que resolverlo entre todos,
y hay que resolverlo sin cobardías,
sin huir
con unas alas de percalina
o haciendo un agujero en la tarima.
De aquí no se va nadie. Nadie.
Ni el místico, ni el suicida.
Y es inútil,
inútil toda huida,
(ni por abajo
ni por arriba).
Se vuelve siempre. Siempre.
Hasta que un día (¡un buen día!)
el yelmo de Mambrino
–halo ya, no yelmo ni bacía–
se acomode a nuestras sienes de Sancho
y a las tuyas y a las mías
como pintiparado,
como hecho a la medida.
Entonces nos iremos Todos
por las bambalinas:
Tú y yo y Sancho y el Niño de Vallecas
y el místico y el suicida.
A partir de este
entierro hemos revivido la memoria de nuestros poetas, y lo que es más esencial,
el enigma, el de todos. De aquí no se va nadie –ni místico, ni suicida– hasta que no renazca el enigma artístico;
imposible por otro lado, como es el escapar a nuestra propia sombra, cruz de
nuestra cara figura.
Daniel
del Río
Guadalajara, Diciembre de
2019
NOTAS
1.
Quizá se nos pueda argüir que eso de la “muerte del
artista” es ya temática manida en ciertos círculos críticos y artísticos, y
que, además de improductiva, está algo anticuada; como último intento de justificarnos en lo fundamental , pues creo que difiere del primer caso en lo sustancial,
me remitiré a una razón casi fenomenológica: lo que vemos en la mayoría de casos cuando un artista da destellos de
intención sobre la clave de este tema, es parecido al refrán que dice lo de “mismo
perro pero con distintos collares”; en resumidas cuentas, acudimos confundidos en
la dirección de una muerte ilusoria, falsa, por el sencillo –pero esencial–
hecho de que no va acompañada de conversión. El asunto no es matar o no al que
firma, sino en cómo velamos el cuerpo cultural y enigmático que se esconde tras
el firmante. Un cuerpo que ya no necesita ni de harapos a la moda, ni de
ropajes fantásticos, sino de desnuda e inocente sinceridad creadora. Si damos
la vuelta al artista con la intención de no ver su rostro, seguirá su oscuro contorno tapando lo que verdaderamente importa. En otras palabras: no velamos
la muerte del gusano, sino la transformación poética de su crisálida en ser
alado.
2. Se dice que Dostoievski, al ver un cuadro de un Cristo
yaciente perdió repentinamente la fe, porque un hombre así –dijo el escritor–
nunca resucitaría. ¡Qué tan distinta hubiera sido su reacción si hubiera visto
al Cristo de Velázquez…! Con la atención que merece su lienzo, acabas por no
saber si eres tú el que mira al cuadro o el cuadro el que te ve a ti y al mundo
entero. No puedo evitar sentir, de manera tremendamente sencilla, que en ese
Cristo crucificado habita toda la vida del universo. Es al calor de este tipo
de experiencias, incluida la del escritor ruso, hacia donde apuntan nuestras
anteriores premisas sobre el mensaje.
3. Digna de mención es la noticia que nos llega sobre el
emplazamiento de la inhumación física del pintor, condicionada también –esta vez a ojos de arqueólogos e
historiadores– bajo el halo del enigma, puesto que, a día de hoy, desconocemos
el reposo exacto de su momia. No deja de ser relevante que el lugar material designado
–la actual Plaza de Ramales, en Madrid– haga las veces de sepulcro vacío. Enclave presidido, además, por la
única “Virgen Esquinera” que queda en toda la capital, escultura superviviente a
los conflictos bélicos que azotaron la ciudad. Esta suerte de signo
clarividente, señal prístina poético-virginal de concepción, arropa
maternalmente la ausencia de cadáver, manifestando no otra cosa sino esta resurrección
en cuerpo cultural o común. En el centro de la plaza reza la inscripción: Murió
el pintor Don Diego de Silva Velázquez el viernes 6 de agosto de 1660, su gloria no fue sepultada con él.