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Carta para una invitación a una reflexión cultural — Revista Zohar Nº2, 2017.
Es a mi juicio injusto, y parece que empieza a convertirse en hábito, el considerar todo influjo, continuo cultural, desde una visión encorsetada y a la postre, fútil. Visión que, obviando de momento sus posibles causas, está contribuyendo a una pérdida de perspectiva y una desorientación de carácter profundo. A este respecto, y a modo de síntesis, señalaría como resultado dos actitudes predominantes hoy en día. Una es la tendencia a relegar el papel de la cultura a una sola dimensión que podríamos denominar archivística, abandonándola a una suerte de grafía o almacén de datos con mayor o menor pretensión de grandeza; hacer cultural en tanto acumulación. La otra gira en torno a considerar toda manifestación cultural únicamente en términos de producción industrial, por ser contemplada e incluso permitida solo bajo patrones que aboguen por un funcionamiento correcto, acelerado y efectivo, tanto en el plano político como en el social, pero sobretodo en el económico-financiero. Hacer cultural que es producir, hacer producto, donde la riqueza y diversidad cultural de una región se mide únicamente por el número de páginas de su folleto mensual de “actividades”. Creo sinceramente que estas posturas no hacen justicia a una dimensión humana de tanta relevancia. En el primer caso, toda traza cultural sería vestigio, sin interés más allá del bibliográfico y con poco o ningún calado en el hombre. En el segundo, delegando mecánicamente la responsabilidad creadora en organizaciones productoras con miras cercadas a lo lucrativo, la actividad desembocaría en anacrónica, posiblemente acrítica y bajo un estándar de viabilidad económica que no necesariamente habla el mismo lenguaje humano al que debería aspirar una cultura que se precie. Diría entonces que existe un peligro capital encima de la mesa, de aquellos peligros que nos alejan del ritmo y la melodía del alma, de nuestra alma humana, colectiva. Y es que la Cultura —con mayúscula sí, pero sin pretensión de absolutizar— no es (solo) eso. Estas dos visiones parciales —y por tanto fragmentarias de una realidad cultural más profunda— se han visto avaladas por las máximas de una “cultura de la información” cada vez más solidificada, sin embargo, hay algo que no habría que olvidar: la cultura del ser humano no es una “cultura de la información”, es una cultura del conocimiento —qué sea este o a donde desemboque su culto, esto ya es otro cantar.
Existe una diferencia de grado fundamental entre información y conocimiento, campo este último donde se da el peregrinar de la cultura. Conocer a alguien (o a algo) nunca puede reducirse a que nos “informen” de él (o de eso): su apariencia (el color de su pelo, de su piel, o incluso donde se encuentra) solo le delata superficialmente, con respecto al otro, pero nunca nos acerca a su realidad, a esa fraternidad básica y necesaria del conocer. Considerar que el sujeto es reductible a individuo, o peor, a objeto cuantificable, ocasiona el trágico empobrecimiento de trasladar un esquema cuantitativo a lo que en esencia no es número y no puede serlo, como es la persona (con las consecuencias catastróficas que vemos y que ya pueden palparse a todos los niveles en las interpretaciones exclusivamente paneconómicas del mundo). El hombre no es divisible a una suma de perfiles, así como un país no puede medir su “desarrollo y bienestar” únicamente por el número de sus ingresos.
La información será por tanto discurso aproximativo, adjetivante, de carne y hueso sí, pero sin espíritu. La información cultiva la imagen diseccionada en porciones distintas, ayudando a un proceso de identificación de un objeto, de hacerlo separar de un entorno, de un contexto— “contexto” que es sin embargo vital. La información puede salvarnos la vida, pero el conocimiento nos la da. No estoy diciendo que nuestro acercamiento a partir de la información sea por definición falso ni que conduzca al error, solo digo que no debería pensarse como discurso único y reducir así un asunto tan vastamente amplio y decisivo como es el cultural. Quizá todos los caminos vayan a Roma, pero cada uno hace recorridos diferentes y une lugares distintos.
El conocimiento, por otro lado, no es visto a plena luz, no es todo nuestro, aprehensible en su totalidad; el conocimiento se manifiesta con un aroma de superación del individuo, de un temblor que se hace sentir capaz de superar a uno. Es aquello que infringe respeto, porque se asienta en la admiración y en el amor. El conocimiento no se ve pero se palpa, así como un muro de oscuridad y belleza, ante el cual nos dejamos orar, seducir, ante una llamada de pertenencia. Esta oración silente es la que haríamos por tener en mente. O mejor, esta oración se (man)tiene en el corazón, se alimenta de él solo.
Este muro que se entrevé en la naturaleza epistémica es lo que haremos por traer continuamente, porque se trata de nuestra identidad misma, en esta hermosa y decisiva tarea que convenimos en llamar cultura. Y digo tarea porque la cultura es ante todo un obrar —un camino— más que un lugar al que se llega. Una cultura sedentaria está predestinada a morir, o lo que es peor, a matar. De la mano de una cultura nómada, que no pertenece a nadie en concreto pero a todos en general, está aquella otra, la transcrita a letra fija, la que es prosa de la poesía de aquella, la que, compuesta a partir de instrucciones rituales, nos hace olvidar la primera; algo natural, puesto que la primera es un recuerdo sí, pero hecho de olvido, es en esencia olvido.
Como decía, el traer conocimiento nuestro, esto es, la cultura, es en gran parte un proceso invisible. La cultura tiene siempre un pie en lo desconocido, deposita siempre una parte desconocida en el depositario; de ahí su invisibilidad. Y más aún, añadiría que lo presente, raíz de lo decisivo, de serlo, no sería lo visto, lo visible, más sería lo re-velado, lo que aparece súbitamente –a los que tienen abierto algo más que los ojos–, para después volver al continuo de su realizar. Lo que es, habita en el secreto, es habitar silencioso. En el texto, la palabra nace gracias el ocultarse del papel en blanco.
Cultura no materializada en libros o en pinturas, sino espiritualizada en sentimiento. Una cultura que es reflejo y voz de lo que somos, aliento colectivo, siendo imperativa tanto su cuestión como su custodia. Tampoco estoy defendiendo una actitud contraria a una cultura “formal”, indispensable por otra parte, por ser la cara de una cruz que por ser tal sostiene una correlación necesaria, y más que nominal. Esta cultura materializada en la vida cotidiana son los frutos, en forma de obras de teatro, espectáculos, festividades, etc… de un árbol cuyas raíces se encuentran en la profundidad. En otras palabras, lo autóctono siendo lo visible de lo cultural, sustenta la fecundidad misma de una cultura invisible que nos dona la identidad —identidad cultural es poco menos que una tautología cualificada—, superándonos a la vez como pueblo. La cultura no solo se materializa, se personaliza espiritualizándose. Esta personificación se basa en un concepto de persona que pretende aunar integrando (toda realidad), anterior a cualquier diferenciación de clase o de género. Al hilo y en consonancia con esta personalización, surge el diálogo entre culturas, indispensable hoy día. En mi opinión, también este diálogo se debería dar igualmente en la hospitalidad de una cultura invisible, de raíces profundas, no visibles desde la superficie, es decir, desde un plano superficial. A mi juicio, no puede haber suficiente cercanía y ecuanimidad entre culturas cuando estas están cartografiadas en su totalidad, delimitadas de una vez por siempre. Para el diálogo, cultural en este caso, es indispensable una creatividad, un espacio creativo llano donde poder hablar en silencio, sin ruidos que interfieran de ninguna clase, de persona a persona. Un diálogo cultural anterior a la construcción de complejos sistemas conceptuales, evitando así todo tipo de señoritismos que puedan convertir este mismo proceso en instrumento separador y de poder. Ya no es tan sencilla la ecuación cultura igual a patria, ni siquiera añadiendo al binomio la historia.
El diálogo es la llama viva de la cultura, su aliento; la cultura posee un hacer comunicativo, de comunión. Ya deberíamos habernos dado cuenta que el intercambio de información no es comunicación necesariamente. La comunicación es más que intercambio de palabras, es un todo vertido en la forma fluida y sublime de un diálogo escuchante. La comunicación es comunión, con solo palabras (escritas o habladas) uno no se comunica con el otro, solo enmarca un discurso, quedándose en una superficie de comprensión.
Si queremos respetar esta apertura comunicativa y no convertir el anterior diálogo en rigidez expositiva o en monólogo, este debe darse a través del poder transformador del símbolo. La virtud de lo simbólico es su carácter polisémico. Un diálogo que de verdad aspire a ser transformador, debe, en su fondo, acoger lo simbólico en su campo abierto. De lo contrario, si toda voz responsable de un diálogo cultural queda delegada a unos signos acabados y perennes, sean del tipo que sean, resultarán si no hoy, mañana, caducos y perjudiciales. El signo se acaba convirtiendo en ley, indiferente al discurrir de la vida y los seres que viven. El símbolo en cambio es transformador porque a su vez se transforma, demanda siempre del ahora, el símbolo nunca es sin contexto. Por ello toda cultura que aspire al peso de la vida de un pueblo, a su memoria, deberá caminar por el campo del símbolo; en este su tiempo simbólico. Cuántas veces —por poner un ejemplo entre mil y sin que sirva para abarcar completamente la cuestión— la “ficción” de una novela nos ha hecho reconocer una cultura con reveladora maestría, sobrepasando con mucho al manual de historia. Y no es porque sus páginas contengan más número de detalles, es porque el artista está siendo permeable a la vida de los símbolos en su contar. Está siendo sensible a su tiempo simbólico. En el terruño de la historia, con sus cimas y sus valles, la cultura ilumina los ríos que unen ambas, permitiendo habitar la tierra del hombre que trabaja para labrarla.
Sería bueno decir de pasada que quizá es comprensible —no por ello recomendable— todo el proceso de especialización que sufre en nuestros días la cultura, dado el ritmo competitivo en que nos vemos inmersos. Un tiempo industrial que nos impele a compartimentar toda actividad profanándola de toda sacralidad, perdiendo de esta manera su arcano tacto. Consecuencia de esto por ejemplo es la cultura abocada unívocamente al ocio y al entretenimiento1, con sus múltiples variantes, y lo monotemático de las conversaciones públicas en torno a lo cultural —quizá no todas pero sí las más ruidosas—, reduciendo el paradigma del cambio a unas condiciones —casi siempre económicas— como “trabajadores” de la cultura. La discusión colectiva sobre la cultura no debería agotarse alrededor de un impuesto económico, aún siendo este sobre el valor añadido. No me estoy posicionando a favor ni en contra, esa no es la cuestión, la cuestión es si queremos que nuestra cultura sea medida en los mismos términos que nuestra industria o nuestro sector servicios. No todo el mundo está tan cómodo bajo el eufemismo de la competitividad. Ni tampoco comparte necesariamente la opinión de que la vida se asiente sobre un tiempo concreto, un tiempo basado más en serialidad monótona y repetición productiva que en cuerpo orgánico, y por tanto vivo e impredecible.
¿De qué manera, después de haber hablado de un conocimiento cultural de tipo anicónico, invisible, se puede volver y confraternizar con ese segundo emblema de esta época como es el de la “cultura de la imagen”? Porque justamente de confraternizar trata la cosa. He ahí el reto. Toda aniconía, en sus entrañas —estas humanas, claro—, supone la sombra de un icono. La “forma sin imagen” de las antiguas culturas es ya imagen, aun siendo velada, al menos mientras hablamos. Sin embargo, en la práctica no es nada sencillo, no existe una formula que con solo oírla nos haga caer en la cuenta. En esa cuenta que discierne lo profundo de lo superficial, que distinga en medida justa lo estético o esteticista de lo artístico; que nos hable de lo político, pero sin andar ensimismado por lo “políticamente correcto”, o cegado por su contrario. Este movimiento, que necesita de un balanceo enriquecedor y constante, es el que vemos que nos está siendo arrebatado subrepticiamente en la forma de una imagen hueca: la imagen de aquello que se supone queremos ser o que no queremos ser —individual o colectivamente—, y nunca cabalmente de lo que somos; o lo que es en verdad peor, imagen de lo que queremos que “el resto” sea, dejando en barbecho toda clase de responsabilidad.
Parece, como se suele decir, que abarcando mucho corremos el riesgo de apretar poco, pero la aspiración a una fructífera dimensión cultural bien puede servirse de lo inverso: apretando poco —dejando la libertad interpretativa necesaria—, abarcamos mucho —nutrimos una dimensión individual y colectiva que nos fundamenta—. Tremendamente actual sería un consecuente estudio sobre el papel del arte en esta misma conversión, dentro de una posible conciliación de los saberes que dan a luz lo cultural, y más después de la aparente caída funcional de una idea de Universitas. Es experimentando el sentimiento como se pueden asentar los valores procedentes de una teoría, teoría que no aboga por una “suma” de saberes solamente.
En una sociedad globalizada bajo influjos tendientes al monoculturalismo, las personas —no las organizaciones— serán los principales agentes que sufran un desarraigo cultural esencial, con los peligros de enajenación que venimos subrayando. Pese a ser un fenómeno de profundas raíces históricas, es ahora cuando su cuestión se vuelve más evidente. Si nos detenemos un momento en el mismo concepto de monoculturalismo, entendido como el monopolio de una (única) cultura, nos damos cuenta de que alude a un hecho en sí mismo cuestionable; de existir una “sola” cultura, en realidad estaríamos ante una más o menos modesta —o democrática— absolutización de valores, y no ante una cultura viva. Su naturaleza, lejos de ser receptiva, abogaría por un corte social de tipo babélico, donde cada cual individualmente apuesta por una voz o lengua aislada del resto. Su supuesta integridad se tambalea ante la variedad “orgánica” del mundo. En consecuencia, predomina la creencia —cada vez más amplia— en la existencia de una cultura por encima de otra, de una cultura “mejor”, más “justa” o más “libre” que otra. Inherente a este juicio de valor, que llega a convertirse en justificante mediático de auténticas barbaries a ambos lados del planeta, muchas veces se asienta una posición de poder injusta e indiferente a toda posibilidad de tradición cultural enraizada en los corazones de poblaciones no tan “poderosas”. La globalización no tiene por qué desembocar en sincronía maquinal; el sol sale para todos, sí, pero no lo hace a la misma hora.
Lo cultural es connatural de un pluralismo, de un diálogo en la diversidad. La vivencia de una cultura nace de la convivencia; con otras, así como con otros. Pluralismo, no mezcla callada e indiferenciada. Porque en lo cultural no se puede “servir a dos señores” —simultáneamente— sin sufrir un obrar tendiente a lo esquizofrénico, como tampoco a uno —ciegamente— sin padecer de un esclavismo dañino, aunque sea camuflado. La solución vuelve a abogar por un equilibrio (dialogal) entre polos2.
Antes de finalizar, me gustaría dejar claro que mi intención no es poner sobre la mesa un análisis de claridad sistemática y universalista, ni mucho menos plantear soluciones únicas a un problema tan complejo. En mi caso, tratar de dar una respuesta a la pregunta —a mi parecer mal formulada— “¿qué es la cultura?”, amén de la abundante bibliografía que existe sobre el tema, difícilmente podría hacer justicia a tal empresa. Entendería, no obstante, tal demanda en el lector, pero bajo mi punto de vista la cuestión no se basa en proponer “soluciones”, como si se tratase de una anomalía de tipo funcional; no hay problemas situados delante que nos impidan el paso a una supuesta meta, sea cual sea. De ahí que haya hablado de una serie de aspectos que considero relevantes pero no definitivos para abarcar la cuestión, con el fin de alentar el ahondamiento en una posterior reflexión individual. Resulta incómodo escuchar de un autor la palabra cultura asumiendo una especie de consabida certeza, como si diera por sentado conocer claramente de qué se trata: la cultura no gusta de nombrarse, o mejor aún, de encerrarse en concepto. Así, el título elegido cobra sentido posteriormente a la lectura y no antes, a modo de humilde invitación… mensaje e intención textual que empieza cuando el texto acaba. De ahí que haya señalado el diálogo —también el interno— como camino, porque considero acuciante una conversión o cambio de tipo integral. Aquí no sirve ninguna democracia. Hace falta un cambio de sistema, sí, pero no político —si seguimos los cauces que este término está adquiriendo actualmente— sino interno, y en consecuencia, colectivo. Una acción por no socavar todo lo cultural que nos define a formas infructuosas o irrelevantes. Porque lo cultural, como decía, no es un acumular, es nuestra más intima inercia al ejercicio de la sabiduría humana; o en otras palabras, la tendencia a la simple y necesaria búsqueda de nuestra propia condición en el enraizar al mundo.
Por tanto, permanezca lo expuesto alejado de cualquier posesión o teoría del que escribe (suponiendo que teoría conlleve posesión), como tampoco aspire acaso a ninguna clase de originalidad. Lo dicho se resume en un grito fraternal de queja y conciencia —con toda la ruda y parca connotación que sugiere el término. Palabra que se asienta sobre un mensaje de deber que comienza en el que escribe, porque la verdad nunca será de conquistadores sino de testigos.
Esta tarea pierde su urdimbre en las profundidades de la historia. En nuestra lengua, sin ir más lejos, contamos con auténticos gigantes que a pluma y palabra han profundizado en el asunto con infinita maestría, maestría que sería de irresponsables pretender igualar ahora.
Quede al menos el recuerdo anecdótico de un Ortega, que nos confiesa que, en su vida diaria, cada mañana, profesa una “antigua oración”, curiosamente perteneciente a una tradición oriental vieja como pocas y que sintetiza a la perfección todo lo dicho hasta ahora. Nos cuenta que cada día, al levantarse, recita: “¡Señor, despiértanos alegres y danos conocimiento!”. Su valor, el de esta frase, reside en su empeño, en la acción sincera, no en el contenido intelectual del propio adagio; y así, cantada, quede convertida cada mañana en mantra, en ímpetu apasionado del alma. Una oración que deviene himno, copla de un pueblo; no entendiendo de alfabetos ni alfabetizados.
No solo de pan vive el hombre, también del pan de la cultura. Pan que nace a partir del trigo, fruto de la tierra, y crece gracias a la luz y al calor del sol de la cultura. Sin olvidar que hace falta una última y definitiva alquimia, si no queremos que resulte este pan en última instancia insípido e indigerible: el obrar del hombre, que lo transforma en alimento. Sin este sol —allende nosotros—, sin el trigo —fruto de la tierra—, y sin este obrar —del hombre-artista—, no podría darse este pan en alimento, en un proceso que al cumplirse, lo convierte en pan de y para todos.
Daniel del Río
Guadalajara
Festividad de la Epifanía de 2017
NOTAS
1
Muy significativo es el título que acaban teniendo muchos de estos folletos, variantes del “Guía del Ocio” y similares, que apuntan desde un comienzo a una participación pasiva del ciudadano, convertido en una suerte de consumidor ajeno a toda gestación cultural más allá del intercambio entre lo creado y lo guardado en su cartera. También reveladora es la posición que ocupa en los periódicos de tirada nacional la mal llamada área de cultura —por no hablar de su contenido—, arropado casi por las últimas tendencias publicitarias en áreas de consumo tecnológico o cosmético de segunda.
2Sin entrar a analizar aquel “servir es reinar”, que si bien por su melodía se recuerda adscrito a cierta tradición religiosa, sin duda también es palpable en otras áreas de conocimiento igual de respetables, apuntando a una transmutación de suyo sustancial al tema del que vengo hablando.