Escultura y estatua
La
oración machadiana nos confia el verdadero itinerario creador, nada más
y nada menos, haciendo las veces de guía o astrolabio finamente tallado que no pierde
un ápice de sencillez, ni de claridad poética diamantina. En este sentido, quien busque en todo el manual de instrucciones en lugar de acojer el suave tacto paradójico del verso,
bien podría achacar al poeta de mutismo.
Y en parte es así, ya que, en rigor, el poeta no dice ni una sola palabra sobre lo
que la estela sea, y tampoco sobre esa
criatura caminante, anónimo creador estelar. Pero es en esa “falta” de
contenido donde reside, creemos, su virtud. El poeta al cantar calla, y al callar, canta el silencio de cada uno; es decir, canta lo que es de todos –de ahí su sabor coral,
cultural– y a su vez permanece en vela, respetando el silencio que debe nacer de
cada uno de nosotros. Por esta razón a falta de contenido, se nos
presenta un inmenso continente, uno poético, que sin llegar a definir absolutamente
nada, orienta al todo. Este modo –el orientativo–, prenda común de transmisión
oracular, es similar a la albada perla cuyo brillo es el más sutil de
todos, pero que es capaz a la vez de atravesar el fondo de un inmenso océano sapiencial hasta su misma superficie. Intuimos de esta forma la visión-ofrenda que nos brinda el vate: la
revelación no de un mañana (futuro), sino de un hoy (ahora) oculto, invitación a transcurrir la vereda
más profética de todas, la del ahora, por ser la más reveladora. No por casualidad
esta sentencia se ha convertido en refrán intemporal o cultural de todo un
pueblo, al estar entrañada de dimensión puramente acronológica.
Daniel del Río
Septiembre, 2020
— 2020.
Caminante, no hay camino, sino estelas en la mar.
Antonio Machado
La
oración machadiana nos confia el verdadero itinerario creador, nada más
y nada menos, haciendo las veces de guía o astrolabio finamente tallado que no pierde
un ápice de sencillez, ni de claridad poética diamantina. En este sentido, quien busque en todo el manual de instrucciones en lugar de acojer el suave tacto paradójico del verso,
bien podría achacar al poeta de mutismo.
Y en parte es así, ya que, en rigor, el poeta no dice ni una sola palabra sobre lo
que la estela sea, y tampoco sobre esa
criatura caminante, anónimo creador estelar. Pero es en esa “falta” de
contenido donde reside, creemos, su virtud. El poeta al cantar calla, y al callar, canta el silencio de cada uno; es decir, canta lo que es de todos –de ahí su sabor coral,
cultural– y a su vez permanece en vela, respetando el silencio que debe nacer de
cada uno de nosotros. Por esta razón a falta de contenido, se nos
presenta un inmenso continente, uno poético, que sin llegar a definir absolutamente
nada, orienta al todo. Este modo –el orientativo–, prenda común de transmisión
oracular, es similar a la albada perla cuyo brillo es el más sutil de
todos, pero que es capaz a la vez de atravesar el fondo de un inmenso océano sapiencial hasta su misma superficie. Intuimos de esta forma la visión-ofrenda que nos brinda el vate: la
revelación no de un mañana (futuro), sino de un hoy (ahora) oculto, invitación a transcurrir la vereda
más profética de todas, la del ahora, por ser la más reveladora. No por casualidad
esta sentencia se ha convertido en refrán intemporal o cultural de todo un
pueblo, al estar entrañada de dimensión puramente acronológica.
De alguna forma, somos conscientes de cómo el poeta
genera su contenido –o como decíamos, su continente–, gracias a un proceso que
podríamos asimilar al escultórico, por su signo negativo o de sustracción, en
tanto que extrayendo del bloque marmóreo de la esencia lo sobrante, esta queda desnuda
y lista para ser insuflada de soplo vital, soplo capaz de hacer surgir aquel
amor invisible y materno, matérico,
del que goza lo poético. Dejando así constancia de una conversión universalmente
escultórica: la de trocar
la pesantez en levedad. Tipo de levedad que considero constitutiva…
ya que solo nos pesa lo que no somos, lo ajeno al ser-cuerpo. A nuestro juicio no iríamos desencaminados al decantar el
verso en esta imagen fugaz (estelar):
la conversión total del camino o carril de tierra firme en ensoñación
marítimo-celeste de estela.
Estaremos todos de acuerdo al decir que la lengua
universal de la que goza la poesía tiende a volcarse creativamente en el íntimo
padecer de quien escucha, como es este el caso, que donde pone camino firme, leemos
estatua, y donde dice estela, escuchamos escultura. Una pequeñísima dosis de
imaginación que no tergiversa en absoluto la intención nuclear del poema. Y más
aún teniendo en cuenta que la palabra estela es término igualmente válido para
referirse en castellano a la escultura. Por esta razón, y para nuestro propósito,
el verso podría perfectamente quedar tal que así: Escultor, no hay estatua, sino estelas en la mar. He de ser directo
en este punto: cuesta reconocer la existencia de una oración de mayor
concreción y luminosidad en lo concerniente a esta empresa creativa. Esta actúa
como de catalizador responsable de aportar el fuego vivo a la cara geométricamente
oculta que subyace a todo intento de abordar la naturaleza escultural de toda creación…¡y
todo gracias al canto!. Tanto es así que somos llamados a comparecer ante este
rostro estelar con la claridad y sencillez que hace más soportable el yugo de
su enigma, al dejar esta marca simbólica a modo de rastro o de huella. ¿No es
esta imagen de la vertical embarcación humana la que se presenta más libre en
tanto creadora –incluso con el implícito acatamiento de la necesaria búsqueda
de orientación en pos del horizonte de esperanza o destino de su trayecto,
siempre milagroso, por el mar de la existencia–? No podemos obviar el
maravilloso flujo ideal que trae a nuestro encuentro esta imagen poética
genuina. ¿Dónde empieza y dónde acaba la marítima estela?, ¿no es esta imagen
de equilibrio estelar –entre ondulatorio o
cultural y corpuscular– la que mejor acoge y concretiza la armónica y creadora figuración
de que la escultura es representante máxima? Puesto que supera la acostumbrada unidad
cuantificable y separada, en virtud del descubrimiento de la imagen móvil de continua creación. Procedente esta
de una cultural embarcación que la genera, ya sea por voluntad heroica de motor,
remo humano, o por impulso grácil de viento y marea oceánica de origen y
dirección desconocida.
No obstante, toda idea que pueda surgir a nuestro encuentro no hace más que adherirse superficialmente
a este icono estelar. Y esto se debe al sentido de aquella dimensión de
silencio fluido y comunicante del canto al que aludíamos antes. Una vez más,
nuestro poeta, gracias al sentido afinado de su canto –un poco a la manera del
ciego con su bastón, conectándole con la realidad de manera tangencial y a la vez definitoria–
parece reconocer que, tan pronto como intenta capturar ese silencio entre las
redes del concepto –hacer de lo estelar, camino-estatua– este se le escapa
entre los dedos del corazón, al igual que ocurre con el agua de manantial entre
las manos, cuando en vez de beberla, tratamos de observarla en busca de impurezas.
En consecuencia, es justo advertir que si el filósofo dijo que no hay dos ríos
iguales donde uno pueda bañarse, el poeta cantaque ni siquiera hay uno. Y esto lo hace empapado de los pies a la cabeza, porque
sabe que quien nada realmente en el río, no polemiza con él, se hace corriente.
Pues bien, esta esencial fuerza centrífuga conceptual de la escultura-estela en
equilibrio polar con la centrípeta de su atracción, es la razón por la que nos
vemos obligados a tomar conciencia de ella por otros derroteros al margen de
los puramente morfológicos. Para ello podríamos valernos nuevamente del sentido
sustractivo o de signo negativo que subyace al arte escultural a través de la
estatua, como nos mostró de una vez y para siempre el poeta.
Efectivamente, los que al hablar de escultura dan por cerrado
su sentido –tanto en su meta final como en su casilla de salida– la mayoría de veces
llegan tarde, muy tarde, cuando la cena está fría y a causa de su dureza,
indigerible. Algo parecido ocurre con aquellos que hablan con la boca llena, y
no se les entiende ni una sola palabra de lo que dicen; o los que al hablar, ni
comen ni dejan comer –quizá este sea el caso más grave de todos–; sin olvidar a
aquellos que, como yo, comen y cantan, en soledad y sin molestar al vecino –¡como
si esto sirviera de excusa!–. Aún así, si fuéramos convocados a una misma mesa,
vestidos con nuestras mejores galas y con un hambre de lobos, la escultura,
anfitriona del convite, mantendría un educado silencio al extremo del salón,
como recordándonos maternalmente aquello del “comed y callad”. No obstante, nada más jugoso que una buena
conversación de sobremesa –empapada en humoy licores espirituosos–, siendo
este el momento oportuno para intercambiar opiniones sin ver peligrar nuestros buenos
modales. Vayamos pues a ello.
Cuando se trata de encontrar un sentido a la escultura,
no existen infinitos ejemplos pero sí variados. No tenemos más que acudir en la
dirección de aquellos hombres y mujeres que han dedicado gran parte de su vida
a ahondar en su bello misterio, para darnos cuenta de que todos poseen una
perspectiva única, así como paralela, en muchos aspectos esenciales. A riesgo de
reducir demasiado la cuestión, podríamos quedarnos con un tipo de definición donde
la mayoría coinciden: la que viene a decir que se trata de una espiritualización de la materia, suerte
de suma alquimia a fin de vivificar la piedra. Definición que, por su parte,
hace resonar un eco aristotélico, con aquello de que el alma, en cierto modo, es
todas las cosas… considerando ese enigmático “modo” el escultórico. La
escultura por tanto, en este sentido, no sería sino hacer de la cosa, enser.
Durante el transcurso de una entrevista, el escultor y
pedagogo Ángel Ferrant aseveraba que la práctica escultórica es ese proceso
artístico por el cual se “anima el espacio”, viniendo a reiterar lo que ya indicamos:
se trata de dotar de alma a lo que carece de ella. ¿Sería conveniente, llegados
a este punto y a fin de evitar malentendidos, tomar posiciones con respecto al “alma”
a la que nos referimos? Con un ejemplo esperamos quede de ahora en adelante
superados tanto los prejuicios pueriles como las fantasmagóricas
supersticiones, ya procedan de sus detractores como de sus más irreflexivos
admiradores, algo que denota más la poca familiaridad con estos conceptos que
la falta de sentido de los mismos. El proceso de espiritualización o animación
es similar al que acontece al actor cuando consuma su obra dramática. En este caso
estaremos todos de acuerdo que con la sola presencia del vestuario y el maquillaje
resultaría su esfuerzo artístico insuficiente, siendo necesario además atraer
hacia sí el canto y el carácter del representado. Esta dimensión, que podríamos
calificar de invisible, es pieza clave para la vivificación del personaje,
porque es gracias a ella como se da la conversión de un tiempo y un espacio nuevos correspondientes a la obra artística.
Solo así el actor pasa a ser la obra en cuerpo
y alma, solo así es capaz de imprimir el justo estado de ánimo a su labor artística.
Aprovechemos este punto para relanzar la cuestión relativa
a la distinción entre estatua y escultura. Nos serviremos para ello de una rápida
incursión etimológica, con el fin de aprehender
nuevamente lo que con el tiempo ha perdido en luminosidad significante y calor
poético originario. Bajo este prisma se hace más evidente si cabe la distancia que
separa ambos términos. Aunque estos hayan podido convivir a lo largo de la
historia bajo un mismo paraguas significante, no han dejado de mostrarse divergentes,
poseedores de un carácter propio y
singular. El concepto de estatua proviene del griego stasis, que
quiere decir básicamente estático, del que proceden así mismo palabras como estado,
estatuto, estable… etc. La estatua es edificación o columna pétrea levantada por
y para la institución, construida para su consolidación por los siglos de los
siglos. De la estatua surge lo monumental, establecimiento de la ley que por
definición ha de ser inmutable y ajena a los cambios o las inclemencias exteriores
a ella. La escultura en cambio trae reminiscencias culturales –agrarias en
último término–, cuya raigambre apunta a una tierra cultivada, capaz de
engendrar fruto al transformarse en suelo humano o terruño cultural. Este
espacio cultural es el que se esculpe o se labra para el destino y libertad del
hombre. Por esta razón, el hogar del hombre en el mundo se erige solo a partir
de una escultura y nunca de una estatua, aunque esta última posea la forma de una casa. La presencia de una casa no presupone
necesariamente la existencia de un hogar, lugar último donde se da la cultura.
La casa la puede perfectamente edificar un constructor mediante herramientas
adecuadas para tal propósito, pero un hogar solo puedo construirlo el calor del
ser humano. La escultura, en este sentido, es cultura del hombre en su lugar, espacio
capaz de albergar su tiempo –simbólico, orgánico y cósmico a la vez.
La estatua, como prefiguración de la columna hercúlea, contiene
el ímpetu del más allá o infinito
cultural materialmente. Por ello le basta a la estatua con “estar”, mas la
escultura clama al ser, ahí donde el
hombre habita, en su hogar. Esta sería su razón vital y artística. Resulta francamente
significativo ver cómo en el idioma español se ha mantenido constante a lo
largo de los siglos una diferencia semántica –¿o deberíamos decir más bien existencial?–
entre el verbo ser y el estar, diferencia tan sutil y compleja que ha llevado a
más de un interprete a desistir en sus intentos de verter estas dos conciencias
verbales de manera exacta en otro contexto cultural, llegando incluso a
producir más de un quebradero de cabeza en el encuentro intercultural. Nos
preguntamos ahora si será desentrañando el campo que separa estas dos
conciencias verbales cuando estemos, por sorpresa y sin darnos cuenta,
dilucidando también parte del dilema o la tensión que subsiste entre la estatua
y la escultura… honestamente, no lo sabemos; sin embargo una cosa es segura,
sería inadecuado y dejaría el problema prácticamente intacto el plantear la
separación entre escultura y estatua solamente a partir de una diferencia física,
y no de una metafísica o verbal. Si el vestuario no hace al actor, tampoco la sola
forma sola a la escultura.
El carácter inerte de la estatua que trato de exponer no
va ligado a una consideración simplista con respecto a su falta de “movimiento”,
referencia accidental y de tonalidad puramente física, que además, traída por
sí misma, será siempre relativa. Con este estatismo o falta de expresión
orgánica acusamos la tendencia a extender su sentido de manera mecánica. Un hombre muerto o la victoria
sobre una batalla puede producir automáticamente una estatua, pero nunca será razón
suficiente para la creación de una escultura. La escultura demanda la luz del
corazón, no del silogismo. Visión creadora que sobrevuela la posición del
observador insípido. Si, como decía María Zambrano, la mirada engendra, la
escultura entonces es vergel, jardín. Por infinitos tratados de biología que
haya, nunca podremos prever la altura de la planta, y menos aún el sabor de sus
frutos. En otras palabras, no es posible una mecánica de lo creativo.
Frente a estas columnas estatales, sedentarias, tendientes
a la unidad abstracta y absoluta del objeto –columna es la unidad imperial romana–,
la escultura representa la embarcación estelar como matrimonio del mar con el
horizonte, símbolos de lo ilimitado (o más allá) de ambos “mundos” o dimensiones
esenciales. Parecen resonar ciertos paralelismos con la cultura peregrina de otros
tiempos, con esa primitiva arquitectura hecha de viento, de casas levantadas al
caer la noche y derruidas al alba, hombres y mujeres imbuidos providencialmente
en la consecución de un solo objetivo: acercarse cada día más al oasis de paz o
descanso peregrino. Esta paz paradisíaca es la encargada de surtir a la
escultura de su carácter inmóvil, que
nada tiene que ver con el estatismo de la estatua, ya que esta inmovilidad se encarna en lo cultural, un
poco al modo en cómo lo mítico queda suspendido en horizonte inmóvil –por orientador–,
mas desde una perspectiva siempre hospitalaria al cambio y a la actualización.
El valor de una estatua se mide en función de lo que copia, de esta
manera vemos cómo sucumbe trágicamente al rapto de un modelo –recordemos lo
ocurrido con Dafne, sacerdotisa o mediadorade Gea (Tierra) e hija del rio y los
mares, con ese su último y
desesperado intento de convertirse en escultórico laurel, con tal de no dejarse
secuestrar por Apolo, dios de la forma acabada, estatuaria, en el maravilloso
mito griego–. La estatua queda por tanto prisionera
de una idea solidificada, dejando socavar de una vez por todas su inocencia creadora.
La escultura, por el contrario, no posee modelo, porque lo crea. Más aún, lo comparte,
al crearlo culturalmente. Si nos fijamos, la estatua hace siempre su inerte
inclusión a modo de sarcófago cuando olvidamos de facto algo como pueblo, momificando lo que una vez fue vida y
que ya, en virtud del espíritu alado de lo cultural, fue abandonado en
repetición, cumpliendo lo que estaba escrito ya de antemano sobre su frente: su
aniquilación, su absoluta indiferencia creativa al cosmos.
La escultura cumple función de guía –gnomon, maestra– de las estaciones, que son los ciclos de la
cultura o conocimiento vital del ser humano. Las obras arquitectónicas, que no
dejan de ser proyecciones escultóricas de infinita madurez, son en germen
esculturas con apertura lo suficientemente amplia para ser inclusiva al habitar
del hombre: esculturas habitables y habitadas donde las épocas se suceden realmente.
A través de este calor humano las esculturas abren su paso creativo, gracias al
contacto de su escala, de la relación
compartida entre el ser humano y su cultura. Vendría a ser la escultura esa escalera
que guarda nuestra relación en cada peldaño, pero cuya altura será siempre
relativa al tamaño de su propósito. En contraposición, las estatuas –y estatuas
son tanto la de la libertad como la del dictador– son objetos que han perdido
ese peldaño o pedestal humano, dejando de ser esculturas por siempre, debido a
su incapacidad para albergar el carácter de lo cultural.
Por todo ello, la escultura –y no lo digo yo, nos lo consignan
cada una de sus letras– es cultura o cultoa lo que es. Un cultivo por medio
del cual germina, a partir de la pobre y contingente semilla –nuestra semilla óntica–, la planta celeste del Ser.
Planta hacia la que, de madurar en salud y en altura, acudirán las aves desde
todos los confines del mundo, buscando anidar en su copa alta y sagrada. Así
quedará sellada la escultura con su feliz destino: ser monumento a los pájaros. Este y no otro fue el testigo que nos legó
Alberto Sánchez en aquel humilde otero vallecano –cerro testigo del rayo– llamado de Almodóvar, desde donde proclamó a los
cuatro vientos el nacimiento de la Escuela de Arte Nuevo o de Nueva Creación. Una
escultura levantada, como no podía ser de otra forma, del centro del
cuadrilátero peninsular, trazando la llegada de todas las aves del mundo a un mismo tiempo, uno justo, por ser este Centro.
Tanto los cantores como los más silenciosos acudirán a su llamada, confiándola
en hogar, y una vez cumplida y dispuesta la es-cultura, esta sea lo
suficientemente abierta y alta como para donarnos el espacio cordial necesario,
cumpliéndose al fin aquello que dijo Alberto de que “ninguna ave de rapiña pueda entrar ni las alimañas subir a ella”.
Para finalizar recordaré de nuevo a Ángel Ferrant, cuando confesó
que en esto del arte –tanto en obra como en elogio– quien no atina, desatina… y yo, convencido de la veracidad de sus
palabras, dejo al tiempo –y al lector– ser juez y verdugo de las mías. Solo
quiero dejar este deseo: que podamos encender aquel candil machadiano para
evitar encallar en rocosos acantilados en nuestro trayecto milagroso común por
el mar. Ojalá que podamos pronto cantar a coro aquello de “¡tierra a la
vista!”, levando el ancla –escultórica– al divisar tierra paradisíaca.
Daniel del Río
Septiembre, 2020